domingo, 14 de junio de 2015

España es un Estado social y democrático de derecho


España es un Estado social y democrático de derecho.

"España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político" (Constitución, 1.1.)

La palabra 'social' aparece en la Constitución 27 veces; y la palabra 'liberal', ninguna. Pero esto no quiere decir que España sea un Estado 'socialista', frente al 'liberalismo': ni una cosa ni la otra.

Por Estado 'social y democrático de derecho' no se entiende particularmente la forma del Estado socialista-comunista, sino una superación del enfrentamiento entre ambos modelos extremos:

  1. España es un Estado de derecho, con la 'libertad' como uno de sus 'valores superiores'.
  2. pero también un Estado social, con la 'justicia' y la 'igualdad' también como 'valores superiores'.
  3. -Y, en cualquier caso, es un Estado plural, donde han de poder convivir, como en todo sistema democrático, ideologías o tendencias políticas diferentes, como el socialismo y el liberalismo.

El Estado de derecho surgió como defensa, tanto de la libertad del individuo, como de la igualdad entre todos, como reacción contra los excesos del antiguo régimen, en la monarquía absoluta. Y surgió, de hecho, como una nueva fórmula compatible con la propia monarquía: como 'monarquía parlamentaria', por ejemplo, en el Reino Unido.

"La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria" (Constitución, 1.3)

Lo que fue esencial en la nueva forma de Estado era:
  1. La división de los poderes, que antes se concentraban todos en el monarca absoluto.
  2. Y el sometimiento de éste, como un ciudadano más ('iguales ante la ley': Constitución, 14), a las leyes, promulgadas por el órgano representante de la soberanía popular.

El Estado de derecho nació también como una defensa de la propiedad privada como derecho natural. Pero evolucionó poniendo el énfasis en la libertad individual y en la propiedad privada desarrollando un liberal-ismo que llevó a una nueva situación de injusticia, donde la diferencia entre nobles y vasallos del antiguo régimen se tornaba en una nueva forma de discriminación social en función del régimen de la propiedad y de las relaciones económicas de producción y mercado.

Esto llevó necesariamente a la revolución del proletariado reclamando la justicia social que faltaba, y, de manera extrema, a la dictadura del proletariado y a los regímenes socialistas-comunistas, estatalistas, represores del derecho de la propiedad.

La social-democracia surgió posteriormente como una fórmula que supera el enfrentamiento dialéctico entre estos extremos del liberal-ismo y del social-ismo, adaptando las justas reivindicaciones sociales a la libertad individual y el derecho a la propiedad, dentro de los regímenes democráticos occidentales, abiertos al pluralismo ideológico.

Al caer el régimen soviético, a finales del siglo XX, algunos quisieron entender que desaparecía el contrapeso social al liberalismo y que, en consecuencia, se abría un nuevo orden mundial de triunfo y hegemonía absoluta del liberal-ismo: el neo-liberal-ismo. Pero hace falta ser muy injusto e incluso inhumano para pretender con ello retroceder a los tiempos de la opresión y la explotación, ya felizmente superados.

Lamentablemente, parece que son esas las ideas que alimentan la situación político-económica actual, en la que, por la dura competencia global, los 'afortunados propietarios' parecen haber entrado en un arrebato de locura para, con el apoyo de la clase política dominante y por encima del cadáver de la ciudadanía 'rasa', optimizar la competitividad y productividad del capital para poder conservar y acrecentar sus posiciones dominantes frente a las economías emergentes.

Es por eso que parten del postulado de que la social-democracia se ha acabado y que, por tanto, hay que liquidar ya lo que se llamó el Estado del bienestar general, por ilusorio, obsoleto (en el nuevo orden neoliberal) y por no constituir más que una rémora frente a los potenciales índices de crecimiento, sobre todo, porque la competencia parece prescindir por completo de todos los frenos éticos de la justicia social y la dignidad de las personas humanas, que la cultura occidental ha autoimpuesto a su propia economía en tiempos de crecimiento 'pacífico'.

Es, por tanto, necesario comprender la social-democraciano como un valor exclusivo del socialismo, sino como una conquista de la humanidad (o, al menos, de occidente), que fue capaz de superar la dialéctica entre liberalismo y socialismo. Es decir, deberíamos tomarla como un valor común, de todos, y como la única manera de hacer económica, política y éticamente sostenible la defensa de la libertad y de la propiedad en un régimen justo de igualdad de oportunidades.

Asimismo, es necesario comprender que el derecho natural a la propiedad privada no es tanto un derecho a acumular propiedades necesarias para los demás y detraídas a éstos, por encima de toda ética y justicia, sino, más bien, el derecho de cada uno a todo lo que es necesario para una vida digna -y sólo a ello-. Y es, por ello, que en la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las constituciones de los países civilizados se reconoce el derecho a la vivienda, al trabajo, a la atención sanitaria, etc., como también podríamos hablar del derecho a una renta básica que asegure la supervivencia de toda persona en unas condiciones de vida digna. Y todo lo demás ha de estar regulado por la economía y la política bajo el principio supremo de la prioridad del interés general, como manda la Constitución:

"Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general" (art. 128.1)

Y, del mismo modo que es fundamental la libertad y la igualdad en el Estado de derecho, también lo es la división de poderes y particularmente el respeto al poder legislativo como primer poder, radicado en la voluntad popular.

El propio Rey, como árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones (Constitución, 56.1) debería garantizar la independencia de los poderes que se desglosaron de la monarquía absoluta en la fórmula moderna del Estado de derecho. Y debería garantizar también que en ese desglose de los poderes se respeta el lugar primordial de la soberanía popular en el poder legislativo. Pues, que esto sea o no efectivamente así es quizá lo que está poniendo en juego la credibilidad del propio sistema español de 'monarquía parlamentaria'. Y es notorio que hoy todo esto está profundamente puesto en cuestión.

Se han producido abusos en el ejercicio del poder por la clase política, que han puesto en cuestión tanto la división de poderes, como su representatividad respecto de la ciudadanía. La clase política, manipulando el poder legislativo a su antojo y beneficio, fuera del control de la ciudadanía (lo cual es en sí paradójico), ha evolucionado hacia nuevas fórmulas monstruosas de absolutismo, reconcentrando artificiosamente todos los poderes, con el falso argumento de la estabilidad: España necesita estabilidad; pero ante todo necesita respeto a la pluralidad y verdadero diálogo entre las ideologías diferentes. -Pues, sin diálogo, no habrá estabilidad: "mientras no haya justicia, no habrá paz".

La corrupción económica sólo es una consecuencia de esta otra corrupción política o del sistema, que es la fundamental: se ha reducido el ejercicio del poder a una especie de club privado entre dos partidos (bipartidismo) y se han neutralizado o desactivado de diversas maneras todos los sistemas de control. Han construido así un nuevo absolutismo a la sombra de la imagen de un Rey, que se parece más al del Leviatán de Hobbes: es como si hubiéramos llegado al pacto expreso entre ellos, tácito por nuestra parte, de esa alternancia en el poder, que no es propiamente el cambio democrático y que finalmente se descubre como un reparto del cotarro de lo público... como si fuera su cortijo particular. Ya no un régimen ético ni justo, sino una forma de imponerse los más fuertes a los individuos aislados y a las minorías impotentes, sin más ley que, en el fondo, la del más fuerte. Es la política físico-matemática de la imposición de las mayorías por la fuerza, que ya no es realmente una demo-cracia.

Es preciso entender la voluntad popular no como voluntad de la mayoría, sino como 'voluntad general' -que no es lo mismo-, y reforzarla con la revocabilidad de los poderes delegados. Y, con las actuales tecnologías, es posible hacer que tales poderes no sean suplantadores, sino sólo subsidiarios respecto de la participación ciudadana efectiva, la cual se debe promover y desarrollar amplia e intensivamente tal como manda el artículo 9.2 de la Constitución:

"Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social."

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